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lunes, 23 de diciembre de 2013

“Un cuento mágico”

dragón

Nadie puede retener un dragón eternamente

Sabía que tarde o temprano este momento llegaría. Dejarte libre, ver cómo desplegaban tus alas y sentir tu aliento despidiéndose de mi por última vez, ese momento en el que ya no regresarías a mi , tendría que llegar. Mi necesidad de ti, haría que tu libertad en un momento fuese más fuerte y necesaria, pues no se puede atrapar el mar en una copa de vino, ni el viento en un suspiro, no se puede tener lo que no nos es dado.

Me aferraba a la posibilidad de que no crecieras,  que, encerrado en tu pequeña jaula de cristal, permanecieras simplemente agazapado esperando una caricia, una palabra mía, una sonrisa, un simple gesto; que solo eso fuese necesario y que en algún momento simplemente, desaparecieras. Eras tan mágico, tan irreal … En aquel rincón que construí para ti existían más seres imaginarios como tú, pero ninguno se parecía a ti. Ninguno con tu presencia ni tu ausencia, ninguno con tu brillo, con tu halo de príncipe alado, ninguno con tus ojos penetrantes hasta lo más profundo de mi alma, ninguno con tu suavidad ni tu forma de hacer ni de querer, ¿cómo imaginar que crecerías así?

Al fin y al cabo, cuando te encontré eras tan , tan pequeño…

Acurrucado entre los acebos encontré tu cuerpo frágil y asustado. Mi primer pensamiento fue confuso, de extrañeza y curiosidad y eso fue lo que me animó a acercarme a tu singular presencia. (¿Un dragón ? desaparecerá con el tiempo). Con apariencia fuerte y hostil tu fondo se me descubría día a día como un refugio de suaves pensamientos donde descubrir algo más que un animal extraño, extinguido, raro, inquietante, sorprendente… y allí acudí hasta que decidí llevarte conmigo, en este rincón donde creí que por ser tan excepcional, durarías un instante. Pero en aquella jaula fuiste creciendo hasta hacerte más fuerte, más grande, más poderoso, se quedaban pequeños esos rincones para tus grandes alas. Tu fuego quemaba dentro de mí, ansioso por arrasar aquello que encontrase a su paso y tu singular anatomía se retorcía de dolor en aquel pequeño espacio tan reducido. Mi egoísmo no permitía tu ausencia , sin embargo, tu presencia me llenaba de felicidad e insatisfacción al mismo tiempo, pero ver tus ojos tristes, tus alas rotas, tu falta de aire… tenía que liberarte, sabiendo que me liberaría a mi misma de la confusión y la duda que me propiciaba retenerte. Aún con miedo, aún sabiendo que dejar libre un ser extraordinario, sabiendo que mis otras pasiones y sentimientos, tantos  seres irían contigo… aún así, entendía que era lo mejor para los dos; para ti, para que por fin fueses libre , para volar donde siempre debiste ir, para volver al lugar donde probablemente nunca debí sacarte, pues vivir dentro de mi, en aquella jaula de cristal, en aquel rincón a veces escondido,  no era tu destino. Y para mi, que con toda la extraña sensación que provocan las despedidas de las pasiones más profundas, en el fondo de mi corazón, sabía que era lo que debía hacer.

Y una tarde en que tu inquietud era más grande y notaba tus ganas de huir, abrí la puerta del escondite cristalino donde te mantenía oculto. Tu cuerpo fue desperezándose poco a poco delante de mí  desplegando toda la majestuosidad de tu maravilloso ser, abriste las alas desafiante y por un instante creí que acabarías conmigo, que mi vida terminaría allí, contigo. Nunca sabré qué quisiste decirme. Tus ojos negros, profundos, se clavaron unos instantes en los míos y contemplé lo inmensamente grande que realmente eras. Me asusté y comprendí que la decisión de dejarte ir era lo mejor que podía hacer. Aunque te echaría de menos, a veces de más, aunque tu presencia seguiría inquietándome durante mucho tiempo. Aún noto el calor de tu aliento, lo que me quisieron decir tus alas, el latir de tu corazón que se resume en una sola frase “los dragones no nos pertenecen”.

jueves, 12 de diciembre de 2013

Cuando uno lo comprende todo

(relato inconcluso de la comprensión incomprendida)

No se trataba ya de tener el alma herida y rota en incertidumbre y en dos grandes mitades a las que no saber a cuál atender primero. Esa etapa ya estaba en otro momento de la historia. La comprensión que ahora le invadía le proporcionaba un desasosiego, una inquietud, un desaliento, impropios de la etapa dulce en que vivía su cuerpo. Porque allí solo estaba un pedazo físico de quien era. El resto, ya no pertenecía a ese espacio que ocupaba  la materia de la que estaba conformado. El resto, lo que realmente dolía y quemaba con una sinrazón infinita, era saber que  nada podía hacer, frente a lo que se le abría descorazonadoramente certero.

Saberlo, entenderlo, quererlo, amarlo, comprenderlo, todo aquello que por fin se le ofrecía con la desesperanza del que sabe que lo tiene todo perdido, se hacía cada día más insoportable.

Era fácil cuando estaba ausente. Lo difícil eran sus encuentros. En fugaces retazos de alegría, se abrazaba a la mísera migaja que de algo parecido a la posibilidad, él le ofrecía; aún sabiendo que no le pertenecía, que aquello con lo que soñaba no le era concedido, se aferraba a sus palabras y estrujaba su significado hasta encontrarle el sentido que necesitaba para seguir siquiera soñando con una suerte distinta. Encontrarle había sido lo mejor y lo peor que le había sucedido. Saber que existía, que la casualidad le había abierto los ojos, diciéndole “ es él” pero no ahora, ni ayer ni lo será mañana.

Ahí estaba. La causa de su felicidad y al mismo tiempo su desdicha. Soñar con una historia que no le pertenecía, que no era la suya, ni se le asemejaba y que de algún modo, sin saber cómo, era la que siempre habría querido. En el momento en el que lo comprendió, no sé si la vida se le puso del derecho o del revés, no sé si es más fácil a veces ser ignorante de todo y seguir hacia adelante sin mirar siquiera de reojo, por si algo nos invita a salir de nuestro encierro. Y ahora que lo sabía, ¿qué iba a hacer? ¿Seguir como si nada?